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Ayuso obliga a que le hablen en cristiano

En España, donde la lengua es un arte y una herida, cada palabra puede ser munición. La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, lo ha vuelto a demostrar al convertir su participación en la Conferencia de Presidentes en una declaración de guerra lingüística

Cuando Isabel Díaz Ayuso exige que se le hable “en cristiano”, no está pidiendo traducción, sino rendición. Su cruzada lingüística, envuelta en banderas de “coherencia institucional”, transforma una reunión de presidentes autonómicos en una escaramuza simbólica. El idioma, que debería ser puente, se convierte así en trinchera. Y como suele ocurrir con los símbolos, lo importante no es lo que dicen, sino lo que silencian, en este caso, la posibilidad misma del diálogo entre diferencias.

En pleno siglo XXI, cuando la diversidad lingüística debería ser celebrada como patrimonio, la presidenta madrileña la retrata como herramienta de “provincianismo secesionista“. Es curioso, para ella, el catalán en la Conferencia de Presidentes es una amenaza, pero el inglés en FITUR es cosmopolitismo. Así se construyen las paradojas de la política, lo que sirve para atraer turistas es un problema si lo usan los vecinos. Una lengua puede ser Shakespeare o subversión, según quién la hable.

Ayuso
“Todo lo que me tengan que decir en los pasillos en español, o lo dicen dentro, en el mismo idioma, o me saldré”

Pinganillos, pullas y pugnas internas

“Ya veré lo que haré con esos pinganillos, no me los pondré”, dijo Ayuso, como quien rechaza una corona de flores en un entierro al que ha ido por compromiso. El dispositivo, diseñado para facilitar el entendimiento, se convierte en fetiche del desacuerdo. Y mientras el Gobierno central maniobra para incluir los puntos de agenda del PP, ella prepara su retirada escénica, no tanto por convicción, sino para conservar la narrativa del agravio perpetuo. Porque si no hay confrontación, no hay relato.

Desde Vox, por supuesto, la acusación fue más virulenta, “blanqueamiento de la mafia”, en palabras de Isabel Pérez Moñino. En esta comedia de alianzas forzadas, los antiguos socios se arrojan acusaciones como platos en una mala cena de familia. Ayuso, atrapada entre su papel de oposición feroz y su rol institucional, intenta bailar sobre la cuerda floja del discurso firme y la asistencia obligada. Un equilibrio precario, como hablar de unidad nacional mientras se amenaza con irse del salón si alguien pronuncia una palabra en gallego.

Lenguas heridas, reinos divididos

En esta cumbre con aroma de corte real por la presencia del rey Felipe VI, el idioma es el huésped incómodo que nadie quiere invitar pero que todos terminan discutiendo. La lengua no se presenta ya como herramienta de entendimiento, sino como marcador ideológico. Hablar catalán es, para algunos, como ondear una estelada; hablar solo castellano, una forma de reafirmar la patria. Y así, lo que debería ser una conversación entre administraciones se convierte en un debate identitario disfrazado de protocolo.

Ayuso va con pocas expectativas, pero con muchas intenciones. El verdadero propósito no es lo que diga, sino lo que provoque. Porque en la política contemporánea, ser noticia vale más que tener razón. Su exigencia de que se le hable “en cristiano” no busca comprensión, sino obediencia. Y como en toda misa con trasfondo político, lo que menos importa es el idioma, lo decisivo es quién lleva la voz cantante y quién abandona el púlpito si no se le aplaude.

Antonio Burgueño