Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, ha vuelto a marcar territorio dentro del PSOE: con voz clara y mirada crítica, lanza una advertencia al aparato nacional
Hay algo casi poético o trágico, según se mire en la figura de Emiliano García-Page, un barón socialista que, en lugar de diluirse en la marea de Ferraz, nada a contracorriente con gesto sereno y verbo afilado. En una entrevista reciente, el presidente de Castilla-La Mancha dejó caer una verdad incómoda como quien deja caer un jarrón, con estruendo calculado. Denunció lo que muchos callan, que las decisiones del Gobierno central están contaminando los pozos del socialismo territorial. Y lo hizo con la convicción de quien no teme al ruido de cristales rotos.
“No podemos seguir pagando el coste de lo que otros deciden lejos de aquí”, vino a decir, sin necesidad de nombrar al inquilino de La Moncloa. Su propuesta de adelantar las elecciones generales no es solo un gesto de estrategia, sino un grito soterrado de autonomía política. Como si quisiera separar el trigo manchego de la cizaña madrileña. García-Page no rompe con el PSOE, pero lo mira desde una prudente distancia, como quien sigue queriendo a alguien que ya no reconoce del todo.

Una rebelión silente con eco autonómico
Lo que podría parecer un arrebato personal es, en realidad, un diagnóstico coral. El descontento con la dirección federal del PSOE se ha convertido en el secreto peor guardado de los territorios. García-Page ha verbalizado lo que muchos barones piensan pero pocos se atreven a decir, que las campañas conjuntas nacionales y autonómicas son una trampa para los líderes locales. Como si a un médico rural le exigieran pagar por los errores del ministro de Sanidad.
En esa antítesis entre el centro y la periferia se dibuja un conflicto existencial para el PSOE. Mientras Ferraz avanza con el paso firme y sordo de una locomotora, las regiones van recogiendo los cascotes que caen del vagón principal. La demanda de Page, por tanto, no es una simple cuestión de calendario, es una súplica de independencia, una defensa del socialismo de proximidad frente al socialismo de plató. Lo que está en juego no es solo una fecha electoral, sino una identidad política.
Un desafío sin romper el carnet
Lo más fascinante de este nuevo gesto de García-Page es su precisión quirúrgica, cuestiona al aparato sin renegar del partido, clama contra el método sin impugnar el proyecto. Es un equilibrista del disenso, capaz de tensar la cuerda sin romperla. Su crítica se dirige menos a un nombre que a una inercia, la de un PSOE cada vez más encapsulado en la burbuja de Madrid, cada vez más ajeno al barro de los territorios.
“No es rebeldía, es respeto”, podría ser el eslogan de su postura. Porque, a diferencia de los rupturistas que queman las naves, Page mantiene las llaves del puerto. Su pulso con la dirección nacional es menos una guerra que una advertencia, si el PSOE quiere seguir siendo partido de gobierno, tendrá que escuchar el eco de sus plazas, no solo el ruido de sus pasillos. Y tal vez ahí, entre la estrategia y la lealtad, esté brotando una nueva forma de liderazgo socialista, menos obediente, más consciente.