Israel ha decidido sancionar a dos ministras del Gobierno español, Yolanda Díaz y Sira Rego, acusándolas de conductas hostiles y antisemitas. Estas medidas reflejan la creciente tensión diplomática entre ambos países
La diplomacia, a veces, parece más un duelo de espejos que un diálogo entre naciones. España e Israel, que ya arrastraban una relación con más sombras que luces, han entrado en un nuevo ciclo de desencuentro. El Gobierno israelí, liderado por su ministro de Exteriores, ha lanzado acusaciones graves contra el Ejecutivo de Pedro Sánchez, tachando sus posturas de hostiles y, peor aún, de coquetear con un antisemitismo institucional que no se nombra, pero se insinúa con la contundencia de una sentencia. La línea entre crítica legítima y demonización, dice Israel, ha sido traspasada.
El gesto no es menor, cuando un Estado califica la actitud de otro como hostil, no hablamos de retórica pasajera, sino de un deterioro real. Y lo paradójico es que España, que durante siglos negó siquiera la existencia de judíos dentro de sus fronteras tras aquella expulsión de 1492 que aún resuena como un eco incómodo, ahora se enfrenta a un conflicto diplomático con el propio Estado de Israel. Como si la historia, con su humor macabro, insistiera en recordarle a España que los fantasmas del pasado nunca se archivan del todo.
Yolanda Díaz y Sira Rego en la diana
El epicentro de la tormenta tiene dos nombres concretos: Yolanda Díaz y Sira Rego. Israel ha decidido imponer sanciones personales a ambas ministras del Gobierno español, prohibiéndoles la entrada al país y cortando cualquier contacto oficial. El gesto es tan inusual como simbólico, convertir a dos figuras políticas en un campo minado diplomático. Según Israel, sus declaraciones acusar de crímenes de guerra, pedir boicots, hablar de “Estado genocida” no son solo opiniones políticas, sino dinamita lanzada contra la legitimidad de un Estado entero.
Lo irónico es que, en un tiempo en que se habla de globalización y diplomacia como puentes de diálogo, aquí se construyen muros con nombres propios. Mientras Díaz y Rego insisten en romper relaciones diplomáticas y empujar sanciones internacionales contra Israel, Tel Aviv responde con el látigo de las prohibiciones. Antítesis perfecta: un gobierno que proclama derechos humanos en Bruselas, pero que se gana enemigos furibundos en Jerusalén.
El peso del pasado y la mirada del mundo
No se puede entender este choque sin mirar el contexto histórico. España fue el último país de Europa Occidental en establecer relaciones con Israel, en 1986, como si aún dudara si reconciliarse con la herida abierta siglos atrás. Desde entonces, la relación ha sido frágil, llena de equilibrios precarios y desconfianzas latentes. La actual crisis no hace más que poner sal en una cicatriz que nunca terminó de cerrarse. Y, como suele ocurrir, el pasado actúa aquí como juez silencioso.
Mientras tanto, Israel ha corrido a informar a sus aliados internacionales, señalando a España como un socio hostil y potencialmente peligroso en la narrativa contra el antisemitismo. Las consecuencias podrían ser profundas: desde la cooperación internacional hasta el comercio, pasando por la influencia española en organismos multilaterales. En definitiva, un desencuentro que no solo enfrenta a dos Estados, sino que expone la fragilidad de ese delicado equilibrio entre la crítica política legítima y el respeto a la memoria histórica. Una línea que, una vez cruzada, cuesta siglos volver a dibujar.