La tensión en torno al bloqueo de Gaza vuelve a escalar tras la interceptación del velero “Madleen” por parte de la marina israelí. A bordo, doce activistas internacionales entre ellos la sueca Greta Thunberg
El velero “Madleen” zarpó con doce almas y una sola intención, quebrar el cerco que Israel mantiene sobre Gaza. Pero el mar, ese viejo escenario de epopeyas y naufragios, fue testigo de una escena más cercana a Kafka que a Ulises. La marina israelí interceptó la embarcación y trasladó a los activistas incluida la sueca Greta Thunberg, heroína medioambiental devenida en agitadora diplomática al puerto de Asdod. De allí, en una especie de teleférico burocrático, los condujeron al aeropuerto Ben Gurion. La Cancillería israelí, con sarcasmo casi poético, los apodó como “los pasajeros del yate de selfies”.
La alternativa ofrecida por las autoridades fue tan clara como inquietante, o firman los papeles de salida, o enfrentarán una audiencia judicial. Una elección binaria en un conflicto que de binario no tiene nada. En esta historia de muros y mares, los pasaportes pesan más que las intenciones, y el Mediterráneo, en lugar de puente, funciona como una cerca azulada. Los activistas buscaban denunciar un bloqueo; terminaron siendo encajonados entre una celda y la deportación, como si pedir ayuda humanitaria fuese, en sí mismo, un crimen con pasaporte diplomático.

Reacciones cruzadas y alianzas en fractura
Las imágenes difundidas por la Flotilla de la Libertad activistas con las manos en alto y chalecos salvavidas evocan menos a una amenaza militar que a un simulacro de paz incómoda. Al Jazeera no tardó en calificar la acción como “asalto” y exigió la liberación de su periodista, Omar Faiad. Francia, algo menos efusiva pero no menos crítica, exigió a Israel garantías para sus ciudadanos, entre ellos la eurodiputada Rima Hassan. Emmanuel Macron, con su habitual tono de oráculo pragmático, calificó el bloqueo como “un escándalo”. Y cuando los escándalos se vuelven rutina, la diplomacia se convierte en un juego de sombras.
Mientras tanto, Turquía e Irán actores veteranos en la tragicomedia regional denunciaron el acto como “piratería” y “violación flagrante del derecho internacional”. Amnistía Internacional se sumó al coro, subrayando la contradicción entre las normas internacionales y la actuación israelí. La antítesis es tan brutal como obvia, una operación militar contra una embarcación desarmada; una potencia regional contra un puñado de activistas y cámaras. En la tierra de las mil resoluciones incumplidas, cada gesto se interpreta como amenaza, y cada intervención, como mensaje político encapsulado en uniforme.
Gaza: crónica de un encierro perpetuo
Desde el 7 de octubre de 2023, Gaza vive en lo que algunos describen como un estado de sitio permanente, y otros, con más crudeza, como un cementerio en construcción. El ataque inicial de Hamás dejó más de mil muertos en Israel y un nuevo ciclo de sangre. Las cifras son lapidarias, más de 54.000 muertos en Gaza, según el Ministerio de Salud local, con validación de la ONU. La mayoría, civiles. La estadística, como siempre, es el modo más elegante de esconder cadáveres bajo números.
La historia se repite con precisión fúnebre. En 2010, otra flotilla, con 700 activistas, fue interceptada en circunstancias similares. Diez de ellos murieron. Desde entonces, la Flotilla de la Libertad ha insistido en navegar hacia lo imposible. Si la política es el arte de lo posible, esta travesía representa su negación más obstinada. Como una botella lanzada al mar sin destinatario claro, los activistas desafían no solo a Israel, sino a una comunidad internacional que observa, condena, y poco más. A veces, el silencio es más estruendoso que los misiles.