El 28 de abril, España vivió algo más que un apagón: sufrió un cortocircuito institucional. Un fallo en cadena dejó sin luz a miles de hogares, pero lo más alarmante no fue la oscuridad, sino las causas
El 28 de abril, España no se sumió solo en la oscuridad eléctrica, sino en una especie de eclipse institucional que dejó al desnudo las costuras más finas y frágiles de su sistema energético. La Fiscalía ha levantado la voz como quien alza un fósforo en plena penumbra, centrales mal programadas, decisiones de Red Eléctrica de España (REE) tan lentas como burocráticas, y una normativa que envejece como un farol olvidado en una cabaña. El llamado “cero energético” no fue fruto de una catástrofe natural ni de un sabotaje informático, sino de una coreografía fallida entre plantas, protocolos y silencios incómodos.
La ironía es casi obscena, centrales diseñadas para responder en emergencias no solo no respondieron, sino que parecían de vacaciones. Algunas se desconectaron sin razón aparente, otras se declararon indisponibles en el peor momento, como médicos que olvidan acudir al quirófano durante una operación crítica. ¿Y la normativa? Más un fósil regulatorio que una herramienta operativa. La CNMC llevaba años lanzando advertencias, y ahora, con el informe ya público, su silencio previo resuena como un eco culpable.

Sobrecargas, desconexiones y el vértigo de los cinco segundos
Cinco segundos. Eso duró el colapso. Un pestañeo para el ojo humano; una eternidad para un sistema eléctrico que debería sostener la actividad de una nación. Desde Granada hasta Cáceres, las desconexiones se propagaron como un dominó nervioso. Algunas sin justificación técnica. Otras, dentro del margen legal. Todas igual de inútiles. El “deslastre masivo”, expresión que suena más a operación militar que a fallo técnico, fue tan veloz como inevitable. Un apagón con nombre propio, pero sin responsables visibles.
Mientras la red se tambaleaba, REE pidió ayuda a diez centrales. Una se excusó con un “no puedo” y su reemplazo se gestionó con la celeridad de un trámite notarial, llegó de madrugada, cuando el daño ya estaba hecho. El informe, que protege con celo la identidad de las plantas implicadas ¿vergüenza, miedo o favores?, deja más preguntas que respuestas. Y en esa oscuridad, la transparencia sigue siendo el gran apagón pendiente.
Oscilaciones fatales, decretos urgentes y ciberseguridad de plastilina
A las 12:03, una oscilación atípica marcó el principio del fin. Como si la red hubiera tenido un tropiezo en medio del salón, y nadie supiera muy bien si debía levantarse o quedarse en el suelo. Doce minutos después, el segundo tropiezo fue definitivo. El Gobierno, en un movimiento tan veloz como reactivo, ha prometido un Real Decreto ley, más supervisión, más control, más futuro, en teoría. Reaparece incluso la olvidada Comisión Nacional de la Energía, como esos secundarios de lujo que regresan en la tercera temporada de una serie cuando el guion se queda sin ideas.
No fue un ciberataque, pero sí un festival de vulnerabilidades, más de 1.600 horas de análisis y una selva de direcciones IP confirmaron que la fortaleza digital era, en algunos puntos, tan sólida como un castillo de naipes. La Unión Europea ya vigila con lupa, la CNMC sigue investigando y la Audiencia Nacional podría pasar del papel al castigo. Y mientras tanto, seguimos esperando una respuesta que no suene a comunicado de prensa. Porque si algo enseña este apagón es que, en un mundo eléctrico, no hay mayor lujo que la previsión.