Una velada en la que el baloncesto dejó de ser deporte para convertirse en catarsis colectiva. Markus Howard encendió la mecha con 34 puntos de pura dinamita
Vitoria fue testigo de una combustión rara, esa donde el calor no abrasa, sino que enciende la esperanza. Markus Howard, con sus 34 puntos, no solo hizo estallar el marcador; hizo arder el alma del Buesa Arena. En un segundo cuarto que fue más demolición que partido (38-19), Baskonia convirtió el baloncesto en arte explosivo. Cada triple de Howard era un relámpago, cada asistencia, una chispa que encendía al público. El Barcelona, mientras tanto, se deshacía como cera bajo el sol, incapaz de contener la avalancha.
Lo paradójico es que el Barça había comenzado firme, como quien sabe lo que tiene que hacer, hasta que olvidó cómo hacerlo. A partir de ahí, el duelo se volvió un monólogo en azul y grana pero no el que los culés querían escuchar. Porque esta vez, el azul era el del Baskonia, y el grana, el rubor que subía por las mejillas catalanas ante tanta impotencia defensiva. Howard no jugó un partido, dictó una sentencia, la de que nadie, ni siquiera un gigante como el Barça, está a salvo cuando él entra en combustión.

El dúo dinámico y la sinfonía coral
Howard fue la llama, pero no el único incendio. Trent Forrest, con 19 puntos y 11 asistencias, fue su perfecto cómplice, uno arrollaba, el otro abría puertas. Su conexión fue tan precisa como una partitura de jazz tocada por genios desordenados. Y mientras el Barça buscaba oxígeno, apareció Timothé Luwawu-Cabarot para seguir apretando el acelerador. Fue un Baskonia orquestal, con cada jugador tocando su nota en el momento justo. No hubo espacio para la duda, ni margen para el error, lo que hicieron fue una ejecución quirúrgica con alma de fiesta.
Dusko Ivanovic, el estoico comandante serbio, sonrió. Y eso, para los conocedores, ya es titular. Porque su equipo jugó con la urgencia de quien sabe que los playoffs no esperan a los indecisos. Cada transición era un latigazo, cada pérdida del rival, un banquete. Al final, la sensación era inequívoca, el Barça había venido con cartel de favorito y se marchaba con el cartel de víctima. A veces el baloncesto no es justo; otras, es poéticamente cruel.
Delirio baskonista, dudas barcelonistas
Mientras el Buesa celebraba con los pulmones en la garganta, el Barça recogía los pedazos de su identidad. Jabari Parker intentó sostener el naufragio con 21 puntos, y Hernangómez sumó un doble-doble que sonó más a consuelo que a solución. Pero el segundo cuarto fue una grieta que se volvió abismo. La lesión de Darío Brizuela dejó al banquillo sin brújula, y ni el empuje individual logró tapar el vacío táctico. El Barça se desfiguró en defensa, y su derrota fue más conceptual que numérica.
El contraste no podría ser más cruel, Baskonia encuentra cohesión y hambre justo cuando más lo necesita; el Barcelona, desorientación y heridas justo cuando menos puede permitírselo. Se acercan los playoffs, ese territorio donde las máscaras caen y solo sobreviven los equipos que han dejado de fingir. El Baskonia, al parecer, ya decidió quién quiere ser. El Barça, todavía se lo pregunta frente al espejo.