Oklahoma City Thunder no entró con cautela: irrumpió como un relámpago. Su victoria ante Minnesota no fue una más en la estadística, fue una presentación en sociedad de un equipo que ha dejado de ser promesa para convertirse en amenaza
En un mundo donde las primeras impresiones aún importan, Oklahoma City se presentó a los playoffs con la sutileza de un mazo. El marcador final 114 a 88 no solo fue una paliza, fue una declaración de intenciones, no han venido a aprender, han venido a imponer. Los Timberwolves, que aguantaron como boxeador experimentado en los primeros asaltos, terminaron desfigurados ante una segunda mitad que fue puro vértigo azul celeste. Shai Gilgeous-Alexander, el antihéroe de voz suave y pasos asesinos, activó su modo depredador y convirtió el partido en un solo de jazz furioso.
Mark Daigneault, ese entrenador que parece más un profesor de filosofía que un técnico NBA, orquestó una sinfonía defensiva que dejó a Minnesota sin aire ni argumentos. Julius Randle brilló con dignidad en el arranque, sí, pero fue como ver una bengala en medio de un huracán, su luz no duró. Cuando Shai encontró ritmo, el baloncesto se transformó en un fenómeno natural, una tormenta perfectamente coreografiada que no se detuvo hasta arrasar con todo. A veces, ganar no es solo vencer; es dejar claro que el otro equipo nunca tuvo una oportunidad real.

Defensa, triples y una coreografía letal: el arte del dominio según Oklahoma
Lo de Oklahoma en la segunda mitad no fue baloncesto, fue un ballet de precisión quirúrgica con zapatillas Nike. Cada posesión fue una declaración de poder colectivo, Jalen Williams apareció como un relámpago polivalente, con estadísticas de jugador de videojuego 19 puntos, 8 rebotes, 5 asistencias y 5 robos, mientras Chet Holmgren, con su esqueleto de junco y corazón de roble, se encargó de intimidar bajo el aro como un espectro inquebrantable. La defensa fue una celda de cristal: hermosa de lejos, impenetrable de cerca.
Y desde el perímetro, la puntería fue obscena. 11 de 21 en triples, como si cada lanzamiento viniera con brújula incorporada. Minnesota, desdibujado y aturdido, no encontró aire ni respuestas. Anthony Edwards, llamado a liderar como profeta moderno, se vio reducido a un actor secundario con el tobillo torcido y el alma en pausa. Los Thunder, por su parte, no solo ganaronm ejecutaron. Con la frialdad de un cirujano y la alegría de un niño que sabe que está por empezar la fiesta.
Minnesota: de la ilusión al desvanecimiento en dos actos
Durante la primera mitad, los Wolves jugaron a ser iguales. Randle se erigió como faro en la niebla, anotando 20 puntos con una convicción que parecía anunciar resistencia. Pero cuando el partido cruzó el umbral del tercer cuarto, la narrativa se quebró. El ataque de Minnesota se evaporó como tinta bajo la lluvia. Rudy Gobert, supuesta ancla defensiva, flotó a la deriva, dos puntos, tres rebotes y una presencia más simbólica que real. Y así, lo que prometía ser una batalla terminó siendo un desfile de superioridad.
Shai, con esa mezcla de humildad canadiense y ambición innegociable, lo resumió sin euforia pero con firmeza. “Esto solo es el comienzo”. Y en efecto, lo es. Pero vaya forma de empezar. Oklahoma no solo ha dado un golpe sobre la mesa. Ha cambiado el mantel, recolocado los cubiertos y dejado claro que, en estos playoffs, el menú lo eligen ellos. La serie es larga, sí. Pero el primer capítulo no fue un partido, fue una advertencia.