Alex Palou vive su mejor momento en la IndyCar y no parece tener intención de mirar atrás. Mientras Cadillac y otros equipos afinan su futuro en la Fórmula 1, el piloto español ha decidido aferrarse a lo que ha construido en Estados Unidos
Mientras muchos se desvelan soñando con la Fórmula 1 ese Olimpo moderno donde los dioses visten mono ignífugo y casco de carbono, Alex Palou ha decidido dejar de mirar al cielo. A sus 28 años, no persigue un asiento celestial en el paddock europeo, sino que pisa firme sobre el asfalto estadounidense. Renovar con Chip Ganassi Racing no fue un movimiento estratégico, fue una declaración de amor. Porque hay carreras que se ganan más allá del cronómetro, y Palou ha preferido correr la maratón del compromiso antes que el esprint del oportunismo.
La Fórmula 1 lo tentó como esas promesas de juventud que se esfuman con los años, brillantes, intensas, pero, al final, inviables. “Lo intenté todo”, dice, y no suena a excusa sino a epílogo. Ha construido una casa en Indiana literalmente, como quien entierra sus raíces en un país que ya no es ajeno, sino suyo. Esa estructura de ladrillo y convicciones es más sólida que cualquier contrato fugaz que le hubieran ofrecido en Europa. En una cultura que idolatra la fuga hacia adelante, Palou ha elegido quedarse. Y en esa quietud, hay una forma discreta de revolución.

La trampa dorada del paddock europeo
El paddock no lo ha olvidado, pero lo ha encerrado en una jaula de oro. Su contrato con Ganassi está más blindado que una bóveda suiza, para liberarlo, cualquier equipo tendría que pagar una cifra que haría dudar incluso a los millonarios más caprichosos del automovilismo. Cadillac, con su vista puesta en 2026, prefiere otros perfiles, rostros más familiares para el entorno F1, menos “extranjeros” en su propio idioma. Una ironía deliciosa: el piloto que más se ha adaptado a América no encaja en el sueño americano de Cadillac.
Y Palou, lejos de suplicar una segunda oportunidad, responde con una dignidad inusual en este deporte de egos desbordados. “Tuve mi media oportunidad, y no funcionó”. Como quien se ha probado un traje a medida y descubre que no le queda bien, simplemente se lo quita y sigue su camino. No hay rencor, pero tampoco nostalgia. Solo la serenidad del que sabe que no todo lo brillante es oro, ni todo lo europeo, cumbre.
Cuando el destino no necesita pasaporte
Cadillac ya acaricia otros nombres: Sergio Pérez, Bottas, Colton Herta y ni rastro de Palou. Esa omisión, lejos de ser una afrenta, parece un homenaje encubierto. Porque mientras otros luchan por entrar al club de los elegidos, él ya gobierna su propio imperio. Tres títulos en cinco años, y una candidatura firme al cuarto, no son estadísticas, son gritos silenciosos que dicen “aquí estoy” sin necesidad de moverse. Palou no es la promesa que fue; es la certeza que nadie vio venir.
La paradoja final es esta, en un deporte donde todos corren para escapar del presente, Palou se ha detenido y ha encontrado el futuro. En la IndyCar, donde los motores rugen igual de fuerte pero las luces son menos cegadoras, ha escrito un destino sin necesidad de pasaporte ni traducción. Porque a veces, el mayor acto de audacia no es partir, sino quedarse.