En Zandvoort, Aston Martin pasó de rozar la gloria a abrazar la resignación. Lo que empezó con un viernes prometedor para Fernando Alonso terminó en un fin de semana marcado por ajustes forzados
El viernes en Zandvoort fue un amanecer pintado con los colores de la esperanza. Fernando Alonso, con el gesto de quien sabe que aún puede desafiar a los gigantes, logró codearse con los McLaren y dejó la sensación de que su Aston Martin podía soñar. No hablaba de milagros, sino de posibilidades reales, medirse con Mercedes, Ferrari e incluso con los intocables Red Bull. El paddock, tan incrédulo como voluble, empezó a murmurar que el asturiano había encontrado un resquicio por donde colarse.
Pero en la Fórmula 1 la gloria suele tener la consistencia de un castillo de arena frente al viento. El sábado, Alonso apenas alcanzó un décimo puesto en la parrilla y la retórica del optimismo se desvaneció como humo. El paso adelante del viernes resultó ser un espejismo, un destello que anticipaba más frustración que júbilo. Lo que se prometía como un fin de semana para soñar acabó en el tedioso terreno de las excusas técnicas.
El discurso que se repliega
Los rivales se sorprendieron por la chispa del AMR25 en los entrenamientos, pero Alonso fue el primero en poner paños fríos a la euforia. Explicó con resignación que el coche probablemente había rodado con menos gasolina el viernes, lo que maquilló el verdadero rendimiento. Brillar en la primera tanda comparó es como encender un fuego de artificio, espectacular, sí, pero efímero e incapaz de iluminar toda la noche.
La diferencia fue cruel, de estar a apenas 0,087 segundos de Norris, Alonso pasó a casi un segundo de un poleman Piastri que volaba sobre el asfalto. El Aston Martin, que un día antes parecía dócil, se convirtió en un corcel arisco, inestable y difícil de gobernar. La caída en el rendimiento no era solo cuestión de números: era el recordatorio de que la ilusión en la F1 siempre viaja en coche prestado.
La verdad incómoda
El domingo, con la carrera ya convertida en otra oportunidad perdida, llegó la confesión. Alonso admitió que Aston Martin había tenido que “empeorar” el coche deliberadamente para garantizar que llegara al final de la prueba. La normativa, esa juez implacable, obligó a elevar la altura del monoplaza para proteger la plancha del fondo plano. Dos o tres décimas sacrificadas en el altar de la prudencia, que en Fórmula 1 equivalen a cerrar la puerta de un podio.
Mike Krack, jefe de operaciones, fue claro, la falta de datos en tanda larga, agravada por incidentes de Stroll, Hadjar y Albon, condenó al equipo a volar a ciegas. Mientras otros conjuntos optimizaban sus recursos con kilometraje y reparto de trabajo, Aston Martin apostó por la cautela y perdió. Así, en el mismo circuito donde parecía tener una ocasión de oro, Alonso vio cómo la promesa de gloria se deshacía como una huella en la arena.