En Wimbledon, donde el silencio pesa tanto como los saques, Carlos Alcaraz no solo devuelve pelotas: también devuelve críticas
Carlos Alcaraz ha regresado a Wimbledon con la raqueta afilada y el foco sereno, pero esta vez, los titulares lo rozan con una doble hoja, una por sus golpes ganadores, otra por los dardos envenenados que llegan desde fuera del césped. El joven de El Palmar, que debería estar ocupando portadas por su tenis estelar, se encuentra defendiendo algo más abstracto, su carácter, su estilo de vida, incluso su forma de sonreír en pista. En el mundo del tenis tan blanco como la indumentaria que exige este torneo, parecer humano a veces se paga caro. Alcaraz, en cambio, no se disfraza, juega, ríe, gana y eso, por lo visto, molesta.
Nick Kyrgios, el enfant terrible del circuito que siempre lanza más tweets que derechas cruzadas últimamente, ha insinuado que Carlos podría perderse entre fiestas y tentaciones. “Ama a las chicas”, dijo con esa mezcla de sorna y juicio moral tan habitual en él, como si el deseo de vivir fuese incompatible con la ambición deportiva. Lo irónico, claro, es que el comentario venga de quien hizo del descontrol un arte escénico. Alcaraz, por su parte, no respondió con palabras sino con un revés paralelo, sigue avanzando firme mientras las lenguas giran sin control, como si fueran pelotas sin dirección.

Entre la constancia helada de Sinner y el fuego solar de Alcaraz
La comparación entre Carlos Alcaraz y Jannik Sinner ha dejado de ser técnica para transformarse en una especie de fábula contemporánea, el estoico del norte contra el alegre del sur. Vukic, con la honestidad del que ya ha sentido la presión de ambos, afirmó que Sinner es “sofocante”, mientras que con Alcaraz “puedes respirar”. Una frase que, más que análisis, suena a juicio velado. Porque si bien uno asfixia con precisión, el otro abruma con creatividad. ¿Es menos válido el arte que la eficiencia? ¿Debe el tenis parecer una fábrica suiza para ser tomado en serio?
Hay una verdad incómoda detrás de este discurso, en el fondo, se celebra la previsibilidad y se castiga el riesgo. Sinner, con su implacable rutina, recuerda a una máquina que nunca duda; Alcaraz, en cambio, juega como quien baila en el borde de un volcán. Uno te arrincona sin sorpresas, el otro te desconcierta con un drop shot en el momento menos pensado. La antítesis es tan evidente como reveladora, uno inspira respeto, el otro emociones. Y en un deporte que presume de elegancia pero teme a la pasión, eso puede ser más peligroso que cualquier revés.
Cuando el césped calla y el talento habla
Este viernes, Alcaraz volverá a hablar en el idioma que mejor domina, el de las victorias. Enfrente estará Jan-Lennard Struff, un rival que ya conoce el sabor amargo del talento del murciano. Será la tercera vez consecutiva que pisa la cancha central, símbolo no solo de estatus, sino también de confianza depositada. En paralelo, Davidovich intentará abrirse paso frente a Fritz, mientras el torneo femenino promete con el regreso de Emma Raducanu y la potencia de Aryna Sabalenka. Pero todos incluso ellas parecen orbitar en la narrativa que Carlos, a su manera, va escribiendo.
Porque mientras algunos se esfuerzan en analizar su vida fuera de pista, Alcaraz sigue haciendo lo que mejor sabe, desmentir con hechos lo que otros insinúan con palabras. Tal vez no sea el más frío ni el más calculador, pero en un mundo que mide a los campeones por estadísticas, él recuerda que el tenis también es arte, instinto y carne viva. Y quizás por eso precisamente por eso no solo ganará partidos, sino también memorias. Las críticas pasarán. El estilo, si es auténtico, permanece.