Carlos Alcaraz sigue ganando en Wimbledon, pero no todo son buenas sensaciones. El murciano ha reconocido que su saque le está dando más problemas de lo esperado y que aún no se siente cómodo sobre la hierba londinense
Wimbledon huele a tradición y a césped recién cortado, pero para Carlos Alcaraz, huele también a duda. El saque, ese gesto que en hierba se vuelve casi ritual, ha dejado de ser su aliado para convertirse en un murmullo persistente en su mente. “No estoy contento”, confesó tras su victoria ante Oliver Tarvet, dejando entrever que, aunque el marcador fue generoso, el cuerpo no terminó de obedecerle. Y es que en este templo británico, donde el servicio manda más que en ninguna otra superficie, un resbalón técnico puede costar más que un set, puede costar la gloria.
La paradoja es cruel, Alcaraz avanza, pero no se siente avanzar. El resultado lo empuja hacia adelante, pero su autocrítica lo frena. Es como un pianista que interpreta sin fallos pero siente que la melodía no fluye. En Queen’s, su saque parecía un metrónomo; en Wimbledon, apenas un péndulo inestable. La velocidad, la presión atmosférica, la hierba que no perdona todo conspira para recordarle que, a veces, el mayor obstáculo no es un rival, sino el propio cuerpo desacompasado.

Tarvet, el número 700 que obligó a mirar con otros ojos
Oliver Tarvet no figuraba en ninguna quiniela seria. Número 700 del mundo, debutante a la sombra del sol de Londres. Y sin embargo, su presencia fue un espejo inesperado para Alcaraz, le mostró que el talento no tiene ranking y que la pasión puede camuflarse en cualquier esquina del cuadro. El murciano lo admitió sin rodeos, “Jugó con mucha pasión y eso me obligó a mantenerme concentrado”. Porque nada es más peligroso que subestimar a quien no tiene nada que perder.
El reconocimiento fue más profundo de lo que parece. Alcaraz, que a sus 21 años ya carga con el peso simbólico del “futuro del tenis”, supo detenerse y mirar alrededor. “Hay más de 20 jugadores aquí que vienen del circuito universitario”. Traducido, Wimbledon ya no es solo la vitrina de la aristocracia del ranking, sino un mosaico de trayectorias dispares que convergen en una misma pista. Una advertencia elegante: la meritocracia del césped no entiende de puntos ATP.
Filosofía en zapatillas: ganar sin perder el alma
En un circuito que devora identidades y fabrica autómatas del esfuerzo, Carlos Alcaraz aparece con una declaración inusual, “Juego con alegría”. No como eslogan de marca, sino como convicción de supervivencia. Tras el mensaje inquietante de Zverev sobre la salud mental en el tenis, el murciano puso su propia vivencia sobre la mesa. “Yo también he pasado momentos bajos”. Pero su fórmula no es ningún secreto esotérico, es pura voluntad de humanidad, “Juego para mí, para mi equipo, para mi familia”.
Esa filosofía puede sonar romántica, incluso ingenua, en un mundo donde los millones y las métricas parecen dictar cada paso. Pero ahí está la antítesis más luminosa del deporte de élite, quien más quiere ganar es, a veces, quien menos lo necesita para sentirse vivo. Para Alcaraz, Wimbledon no es un deber, es un regalo. Y aunque el saque lo atormente, su forma de habitar la cancha nos recuerda que incluso en la guerra blanca del césped, se puede combatir con sonrisa y alma.