Corentin Moutet, genio efímero, le roba la noche y la narrativa
En el Foro Itálico, donde hasta las estatuas parecen juzgar con ceño clásico cada revés mal ejecutado, se vivió una noche en la que la lógica quedó encerrada en el vestuario. Corentin Moutet, ese francés de zurda imprevisible y alma barroca, le robó la narrativa y el partido a Holger Rune, uno de esos jóvenes predestinados que aún no entiende si carga una espada o un espejo. Fue una batalla con más capas que una lasaña romana, intensidad, desequilibrio, belleza y locura. El resultado, 7-5, 5-7 y 7-6, apenas resume una obra que por momentos fue sinfonía y por momentos ruido.
Rune, que venía de proclamarse en Barcelona como nuevo paladín del tenis europeo, pareció extraviarse entre sus propias certezas. Moutet, por el contrario, danzaba en el desorden como quien ha aprendido que la duda, bien usada, puede ser una forma de arte. Mientras el danés buscaba control, el francés ofrecía caos. Y Roma, siempre sensible a lo inesperado, aplaudió al genio efímero con ese entusiasmo reservado a los locos que, por un instante, tienen razón.

Rune: del presagio de grandeza al síndrome del casi
Holger Rune no perdió por falta de talento, sino por exceso de pronóstico. Desde que venció a Carlos Alcaraz en Barcelona, la prensa esa vieja amante de los titulares prematuros lo coronó como heredero. Pero desde entonces, el joven danés parece más un borrador que una tesis. En Madrid cayó sin excusas ante Cobolli, y en Roma trajo el físico fresco pero la mente en borrasca. Contra Moutet, lo tuvo todo en bandeja y la dejó caer como quien suelta una promesa que pesa demasiado.
El problema de Rune no es su tenis. Es su narrativa. Juega como si cada punto fuera el clímax de una ópera, y en ese drama constante se le escapan los actos importantes. Frente a un jugador como Moutet, que es a la vez caricia y terremoto, eso es peligroso. Porque el francés, cuando se alinea con los astros, no juega al tenis, lo reinventa. Y Rune, que debería aprender a cerrar los partidos sin mirar tanto a su box, se encontró de nuevo con la peor de las estadísticas: la del talento que no basta.
Moutet vs Draper: orden contra caos, músculo contra duende
Ahora el camino de Corentin Moutet se cruza con Jack Draper, un británico que no improvisa ni se inmola, sino que ejecuta. A diferencia del francés, que juega como si cada partido fuera el último acto de su biografía emocional, Draper representa la constancia metódica, esa virtud aburrida que tanto gana. Es, en resumen, el duelo perfecto, la solidez inglesa frente a la anarquía francesa. El músculo contra el duende. La disciplina contra el genio efímero.
Y en esa antítesis está la belleza del tenis. Porque Moutet no sabe ganar por acumulación: necesita inspiración. Si la encuentra, puede desmontar el andamiaje británico con un solo ángulo. Si no, será otra noche en que el talento chisporrotea sin prender fuego. Draper será una muralla. Moutet, una llamarada. El resultado depende de cuánto dure la chispa y de si Roma, caprichosa como siempre, vuelve a elegir la poesía por encima del ranking.