Novak Djokovic ha vuelto a Roland Garros con una mezcla de rabia contenida y gloria pendiente. Lejos de despedirse en silencio, el serbio quiere cerrar su carrera con un grito: aún no ha terminado su obra
Hay algo casi trágico y por eso, profundamente humano en la figura de Novak Djokovic esta primavera parisina. Con la furia callada del que no se resigna al ocaso, el serbio ha regresado a Roland Garros como quien vuelve al escenario de un crimen inconcluso. Sin perder un solo set, con el título 100 en Ginebra recién colgado del cuello y una mirada que ya no suplica amor del público, sino que impone respeto. Lo que parecía el epílogo, se ha convertido en prólogo. Djokovic, lejos de jubilarse en paz, ha preferido ponerse la armadura y salir a guerrear contra los vientos de la juventud y el olvido.
“Ese título 100 era necesario para volver a sentir ilusión”, dijo, como quien necesita una gota de fe para mover un océano. Y en París, donde alguna vez fue villano y luego mártir, hoy se alza como el último gladiador. La diferencia es notable, ya no juega para acumular trofeos, sino para reconciliarse con su propia leyenda. Cada derechazo suyo suena a ajuste de cuentas con los años, cada revés a una bofetada al retiro prematuro. Djokovic no vuelve por nostalgia, sino por redención.

Alcaraz y Sinner, advertidos quedan
La paliza a Cameron Norrie fue más que una victoria, fue una advertencia. En tres sets impecables, Novak bailó con la pelota como un viejo zorro que aún conoce todos los trucos del bosque. Mientras Norrie buscaba aire, Djokovic le robaba el oxígeno con devoluciones quirúrgicas y miradas de acero. Fue allí, en el segundo set, donde el serbio mostró que su nivel está más cerca del apogeo que del declive. En un circuito obsesionado con la juventud, la veteranía de Novak se impone como una paradoja viva.
Ahora viene Zverev, descansado por una retirada ajena pero obligado a enfrentar el huracán de experiencia que Djokovic encarna. El serbio no teme a nadie. ¿Por qué habría de hacerlo, si el rival más difícil la apatía, el desgaste, la duda ya fue derrotado en Ginebra? Su cuerpo habla de años, pero su tenis grita futuro. Si alguien creía que Novak venía a despedirse, se equivocó de obra: esto no es un adiós, es un bis.
El adicto a la eternidad
Djokovic no juega por dinero, ni por fama. Juega por algo más adictivo, la eternidad. Con 100 victorias en Roland Garros una cifra que parece un número redondo y decorativo, hasta que la miras con ojos históricos, ha cruzado la frontera que separa al campeón del mito. Australia le pertenece, sí, pero París, París le desafía. Y esa tensión es combustible puro para el serbio. Como esos volcanes que tardan en estallar, pero cuando lo hacen, transforman el paisaje entero.
“La 101 será aún mejor”, dijo. Y no suena a arrogancia, sino a hambre. Si gana este Roland Garros, sumará su 25º Grand Slam, un récord que lo elevaría más allá del Everest tenístico. Pero más allá de cifras, lo que Djokovic busca es algo que ni los títulos garantizan, dejar una huella que no se borre con la lluvia del tiempo. Porque algunos jugadores quieren ganar partidos. Otros los menos quieren escribir la historia. Y Novak Djokovic, enojado con el olvido, parece haber recordado que su pluma aún no se ha secado.