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Ferrero teme la resaca de Alcaraz

La resaca de un Roland Garros y la duda de Queen’s: el arte de celebrar sin perderse

Carlos Alcaraz ha conquistado París como un joven emperador romano, con sudor, estrategia y un final apoteósico ante Jannik Sinner que ya se murmura en los cafés como “la mejor final en años”. Tiene 22 años, cinco Grand Slams y una sonrisa que no sabe mentir. Y ahora que ha ganado, ¿cómo no celebrar? Juan Carlos Ferrero, su entrenador y confesor, asiente con media sonrisa y una ceja levantada, lo conoce. Sabe que para Carlos la fiesta no es desvío, sino ceremonia. Y como todo rito, tiene su riesgo.

“Que lo disfrute, pero que no olvide que es tenista”, dice Ferrero con una mezcla de ternura y resignación, como quien ha visto caer a dioses por menos. Porque cuando uno baila con la victoria, corre el peligro de marearse. Pero también puede regresar más liviano, como si cada beat de música le sacara una espina del alma. Esa es la alquimia de Alcaraz, convertir el descontrol en disciplina, la resaca en renacimiento. ¿Ibiza? ¿Mykonos? Da igual el lugar, lo importante es no perderse del todo para volver a encontrarse.

Carlos Alcaraz
Lo importante es no perderse del todo para volver a encontrarse

La doble vida del genio: entre el DJ y el gladiador

El documental de Netflix lo pintó como un nuevo Dionisio del tenis, risueño, rodeado de amigos, con más playlists que rutinas de saque. Un retrato tentador, pero incompleto. “Carlos entrena”, insiste Ferrero. Pero entrena con cabeza, no con obsesión. Prefiere una hora de calidad a cuatro de masoquismo. Porque en su mundo, el cronómetro no manda, manda el hambre. Como esos chefs que cocinan con instinto más que con receta. Porque entrenar, para Alcaraz, es también una forma de bailar.

Aun así, la imagen del hedonista pesa más que el trabajo silencioso. Si hubiese perdido en Roland Garros, lo hubiesen mandado a Ibiza con un mojito de excusa. Pero como ganó, la fiesta es legítima. Ferrero lo sabe, la misma prensa que alaba su desparpajo, lo crucificará si tropieza. Así son las reglas del circo. Y sin embargo, la duda persiste. ¿está ya entrenando en Queen’s o aún descifrando el misterio del cóctel perfecto?

Queen’s, Wimbledon y la cuerda floja del equilibrio

Mientras tanto, el calendario avanza como un tren sin frenos. Queen’s se acerca y la hierba espera. Pero nadie sabe si Alcaraz jugará. Ferrero tampoco. Depende del jueves. O del viernes. O del cuerpo, ese termómetro emocional que a veces grita más claro que la cabeza. ¿Tiene sentido arriesgar en Queen’s si Wimbledon está a la vuelta? ¿O más bien sería una manera de aterrizar, de poner los pies en la tierra después de flotar en París?

En el fondo, lo que inquieta no es la fiesta, sino lo que representa, ese vaivén entre dos polos que define al verdadero genio. Porque Alcaraz no es solo el joven campeón que remonta finales imposibles. Es también el chico que baila reguetón sin culpa y se permite la ligereza en un mundo que pesa toneladas. Adolescente y asesino. Brillante y volátil. Tan capaz de devorar rivales como de perderse una semana en la música. Como todos los grandes, camina en la cuerda floja. Y hasta ahora, lo hace con una gracia que deslumbra.

Carlos Alcaraz