Un segundo juzgado ha imputado a los autores de los llamados protocolos de la vergüenza en las residencias de Madrid. La investigación se amplía con nuevos responsables sanitarios citados a declarar
Cuando el silencio es más escandaloso que el grito, es que algo grave se está ocultando. Y así ocurrió durante la primera ola de la pandemia en Madrid, donde el confinamiento no solo encerró cuerpos, sino también decisiones políticas difíciles de digerir. En aquel marzo fatídico de 2020, mientras los hospitales colapsaban, un documento se deslizó como un susurro mortal, los llamados “protocolos de la vergüenza” que impedían el traslado de ancianos desde residencias a hospitales. Hoy, la justicia comienza a ponerle nombre y rostro a esos susurros. Carlos Mur y Francisco Javier Martínez Peromingo, exaltos cargos de la coordinación sociosanitaria madrileña, han sido imputados por redactar esos protocolos.
Este nuevo movimiento judicial es un terremoto en cámara lenta, uno de esos sismos que no arrasan de inmediato, pero agrietan pilares con persistencia clínica. Porque esta causa no surgió desde el Estado ni la Fiscalía que, a veces, parece más estatua que centinela, sino por la querella obstinada de dos familiares. La justicia, como suele ocurrir en este país de quijotes sin armadura, se abre camino gracias a los que no se cansan de golpear la puerta. Y en su cruzada no están solos, las asociaciones Marea de Residencias y 7291 Verdad y Justicia cargan la memoria de casi ocho mil ancianos como una antorcha incómoda, pero necesaria.

Del protocolo al silencio: las nuevas piezas del engranaje
La investigación ha dejado de ser una fotografía en sepia para transformarse en un fresco con más figuras de lo que el poder desearía. A los ya mencionados se suma Pablo Busca, antiguo responsable del SUMMA 112. Su nombre aparece porque, según denuncias, se prohibió el envío de ambulancias a las residencias sin una autorización expresa. A simple vista, parece una medida técnica; a contraluz, se dibuja una exclusión. También ha sido imputada por primera vez una geriatra de enlace, María Jesús Molina, del hospital Severo Ochoa. Su papel, más que médico, fue burocrático, decidir a quién salvar o a quién dejar morir sin moverse del escritorio. La medicina del siglo XXI, degradada al triste rol de portera de cementerio.
Estas figuras no fueron héroes ni villanos en solitario, sino engranajes de una maquinaria que priorizó la contención sobre la compasión. Que un anciano tuviera un futuro o no, dependía más de una hoja Excel que de su estado de salud. El contraste no puede ser más brutal, mientras se aplaudía a los sanitarios desde los balcones, algunos de ellos eran instruidos para no trasladar pacientes. A veces, el enemigo no está al otro lado del virus, sino detrás de un despacho bien ventilado.
Testigos incómodos y verdades por estallar
El 3 de junio, antes del desfile judicial de los imputados, será el turno de los testigos. Entre ellos, tres nombres con relatos cruzados. Alberto Reyero, exconsejero de Políticas Sociales, lleva tiempo denunciando que se le ignoró. Su voz, como la de Casandra, fue escuchada pero no creída. También declarará Juan Abarca, presidente del grupo HM Hospitales, para esclarecer si los centros privados priorizaron pacientes con seguro. Una pregunta flota incómoda, ¿la salud era un derecho o un producto de lujo? El tercer testigo es Antonio Burgueño, asesor del Gobierno autonómico y viejo conocido en otras investigaciones. Si la memoria institucional tiene grietas, él parece conocerlas todas.
No se trata ya de una batalla legal, sino de una pugna moral. Lo que está en juego no es solo la responsabilidad administrativa, sino el relato mismo de lo que ocurrió cuando el sistema eligió a quién proteger. La justicia no puede devolver la vida, pero sí puede ofrecer una forma de dignidad póstuma, la verdad. Y esa verdad, aunque incómoda, merece ser dicha en voz alta. Porque el olvido no es inocente. Es, casi siempre, una estrategia.