El expresidente cántabro y Juan Carlos I protagonizan en Santander una tragicomedia de toga y televisión que desnuda al mito y envalentona al pueblo
Lo que comenzó como una demanda por “derecho al honor” del rey emérito Juan Carlos I contra Miguel Ángel Revilla, ha terminado pareciéndose más a un capítulo de Cuéntame que a un drama institucional. Con una sala abarrotada, cámaras de televisión, fans, y hasta una señora que robó plano, el primer acto de esta batalla judicial no ha defendido el honor de nadie, pero ha retratado perfectamente la España del “yo no miento si lo creo”.
Revilla, con 82 años, entró en los juzgados de Santander como si acabara de llegar de vender anchoas en Bruselas, emocionado, satisfecho de estar “con su gente”, y dispuesto a mirar de frente a la Corona con el mismo desparpajo con el que reparte sobaos en televisión. Su defensa, curiosamente, no se ancló en tecnicismos ni recursos procesales, sino en una verdad muy española: “no se puede mentir si uno cree que está diciendo la verdad”. Y esa es, más o menos, la doctrina Revilla.

Un proceso judicial que huele a zarzuela
El caso tiene ingredientes para una zarzuela moderna: el rey emérito comparte abogada con el novio de Ayuso, el juez es hermano de una exsenadora del PP, y el abogado de Revilla es un catalán monárquico afiliado al Partido Regionalista de Cantabria, que se presenta en sala con pasión más televisiva que jurídica. Todo esto ante un público entregado que gritaba desde la acera “¡usted tranquilo, señor Revilla!” mientras los periodistas peleaban por conseguir sitio en la sala de vistas número 9.
La petición de la abogada de Juan Carlos I fue clara: que Revilla reconozca que mintió cuando insinuó que el emérito había cometido delitos fiscales. ¿El problema? Que ni Revilla ni su defensa piensan retractarse. Porque, según su abogado, “decir lo que uno cree no es mentir”, especialmente si la prensa lo ha publicado antes. O sea: que si los titulares decían “evasión fiscal”, él solo puso voz al eco.
Revilla, un Don Quijote de sobao y micrófono
Revilla llegó al juzgado sin propósito de enmienda. No había contrición, ni sombra de disculpa. Al contrario: redobló la apuesta, pidiendo “perdón verdadero” al emérito y reclamando que “repatrie el dinero que está por ahí”. Fue el mismo Revilla de siempre, el que mezcla política con televisión, economía con carisma, y que ha hecho de la espontaneidad una marca. Quizá el último animal político capaz de hablar de corrupción con una sonrisa y salir ovacionado.
A su lado, faltaba Paula Fernández, su sucesora política, pero no faltaron los fieles: los veteranos Ramón Ruiz y Tonino, y el joven Felipe Piña, símbolo de que incluso los partidos regionalistas tienen renovación generacional. En la calle, mientras los periodistas se peleaban por entrar, ciudadanos hacían cola para ver a Revilla y no al rey. Una inversión del relato. Una inversión del poder simbólico.
La paradoja de la demanda: más altavoz que castigo
El efecto ha sido paradójico: lo que pretendía ser un castigo —la reclamación de 50.000 euros por atentar contra el honor del rey emérito— se ha convertido en un altavoz para revivir todos los fantasmas del exmonarca: corrupción, evasión, regularización tributaria, cuentas en Suiza… Términos que ya estaban en el aire, pero que ahora vuelven al primer plano con cada declaración y contrarréplica judicial.
Y mientras tanto, Juan Carlos I permanece ausente, atrincherado en el silencio, defendido por otros, en un intento algo patético de proteger su figura como si no llevase ya años descomponiéndose entre exclusivas y escándalos.
La escena final: “Que devuelva lo que ha robado”
El epílogo del día no fue en la sala, sino en la acera. Revilla, rodeado de cámaras, hablaba todavía con los micrófonos de programas del corazón cuando un coche pasó por la calle. El copiloto bajó la ventanilla y soltó, sin filtros:
“¡Que devuelva lo que ha robado el hijo de fruta!”
Eso, más que la sentencia del juez, pareció la sentencia del pueblo. No hay mejor resumen del ambiente que rodea a este juicio: una mezcla de incredulidad, hartazgo y espectáculo. La monarquía busca defender su honor en los tribunales. Pero el pueblo, por lo que se ve, ya ha emitido su veredicto.