Tras una temporada histórica, varios jugadores del Athletic Club han viajado a Mykonos para desconectar. Entre fiestas exclusivas y momentos de calma frente al mar, la cuadrilla rojiblanca demuestra que la unión del vestuario va más allá del terreno de juego
De San Mamés a Santorini hay más que millas, hay una metamorfosis. Tras una temporada que los devolvió al mapa grande del fútbol europeo, los leones del Athletic Club cambiaron los gritos de la grada por los beats de la pista. ¿Destino? Mykonos, la isla donde las preocupaciones naufragan entre yates y neones. Allí, entre copas de Dom Pérignon y bengalas como goles en noche de derbi, Nico Williams, Unai Núñez e Iñigo Lekue se entregaron a una fiesta que, como sus internadas por banda, fue imposible de frenar. El escenario fue Tabu, club de élite donde los flashes no descansan y el anonimato es un lujo que no se vende.
El detalle no es menor, no bailaban solos. Bailaban como equipo. Porque si en Bilbao el juego es coral, en Grecia la celebración fue sin partituras pero con la misma armonía. Nico, por ejemplo, no solo destacó por su juego, sino por esa energía volcánica que parece no entender de temporadas bajas. En redes, el propio local se apresuró a etiquetar su presencia como “habitual”, como si el extremo ya fuera parte del decorado de verano. Una noche intensa, sí, pero también una postal emocional, el Athletic no solo gana partidos, también gana tiempo juntos.

Del mar Egeo al alma del vestuario
Pero entre fiesta y fiesta, hubo también silencio. Uno que se desliza por los atardeceres de Mykonos como una caricia imprevista. Las imágenes que circularon en redes, sin filtros ni artificios, mostraron algo más que cuerpos bronceados: mostraron un grupo. Paseos entre amigos, sobremesas lentas, risas que no necesitan un micrófono. Y en el centro de todo, como una brújula emocional, Óscar de Marcos. Líder sin estridencias, capitán de los pequeños gestos, ha sido el pegamento invisible de una cuadrilla que encontró en la calma griega un espejo de su unión.
Resulta paradójico, mientras otros clubes se dispersan tras la última jornada, el Athletic se junta. Como si la Champions no fuera un destino, sino una consecuencia de algo más hondo. De Marcos no solo orienta en el campo, también en la vida. En esa imagen de grupo frente al sol cayendo, hay más táctica que en muchas pizarras: un equipo que no necesita hablar para entenderse. Mykonos, entonces, no fue solo una postal de lujo, sino un laboratorio emocional. Un espacio donde la camaradería se broncea al mismo ritmo que la piel.
Un descanso que confirma la diferencia
Mientras el mundo interpreta las vacaciones como fuga, el Athletic las vive como ensayo. Porque aunque la música cambie, el compás sigue siendo rojiblanco. En Mykonos no se olvidaron de competir, simplemente cambiaron el césped por la arena y las botas por chanclas. Y sin embargo, lo esencial siguió ahí, la identidad. Esa que no se descuelga del perchero cuando llega el verano. Esa que convierte un viaje en una reafirmación. El Athletic celebra, sí, pero también ensaya lo más importante, ser un equipo.
Así, mientras otros regresan del descanso con la pesadez de lo efímero, los leones regresarán con algo más valioso, vínculos reforzados. Porque entre champán y carcajadas, se sellan las alianzas que explican por qué este club, a diferencia de muchos, no necesita fichajes millonarios para seguir soñando. Basta con mirar una noche en Tabu o una puesta de sol para entenderlo, el Athletic no se toma vacaciones de sí mismo.