En el teatro político europeo, las lenguas cooficiales de España se han convertido en protagonistas involuntarias. Lo que debería ser un reconocimiento cultural, ha terminado como arma arrojadiza entre partidos.
A primera vista, pedir que el catalán, el euskera y el gallego tengan estatus oficial en la Unión Europea puede parecer un gesto simbólico, casi poético, reconocer la diversidad lingüística como patrimonio común. Pero en la trastienda diplomática, donde las palabras no siempre significan lo que dicen, este gesto se ha convertido en un campo de batalla. El PSOE, impulsor de la propuesta, acusa al PP de mover los hilos en Bruselas para hundirla discretamente. Una acusación que, como un vino demasiado añejo, huele más a política interna que a europeísmo sincero.
Lo curioso, o más bien lo inquietante, es que la pluralidad lingüística esa riqueza que hace de España un pequeño continente cultural se haya transformado en rehén de cálculos electorales. Desde el PSOE apuntan que el PP no quiere que Sánchez estabilice su frágil alianza con los independentistas. Lo importante no sería, entonces, si una lengua es oficial en Bruselas, sino si un presidente sobrevive en Moncloa. Ironías del poder, se alzan discursos sobre el amor a la patria mientras se torpedean las palabras con las que esa patria se nombra.

El arte de defender las lenguas: siempre que convenga
El PP, por su parte, ha desarrollado una especie de malabarismo ideológico digno de circo romano. Asegura que no está bloqueando nada, que solo conversa “diplomáticamente” con aliados europeos. Pero en política, como en el ajedrez, mover peones en silencio también es estrategia. Mientras tanto, su discurso se aferra a una antítesis reveladora, acusan al Gobierno de usar las lenguas como arma partidista, al tiempo que ellos las usan como escudo contra el avance del independentismo. La lengua, ese vínculo sagrado con la identidad, convertida en trinchera electoral.
Borja Sémper, con su tono siempre entre lo grave y lo poético, acusa al Ejecutivo de “manosear” las lenguas. Un verbo que, dicho en voz alta, suena casi obsceno, como si las lenguas fueran cuerpos vulnerables. Y sin embargo, mientras el PP gallego apoya tímidamente el uso del gallego en Europa, el PP en Madrid parece más preocupado por evitar que Sánchez sume una victoria simbólica. La unidad del partido cruje como madera vieja, y el eco de esas fisuras resuena más allá de los Pirineos.
Lenguas regionales y paradojas nacionales
La batalla por el reconocimiento lingüístico en Europa no es nueva, pero sí revela una paradoja que España no logra resolver, el país presume de su riqueza cultural mientras se resiste a compartirla. En 2023, cuando se propuso incluir el catalán en las Escuelas Europeas, varios eurodiputados del PP alzaron la voz para impedirlo. Decían que el catalán no es una lengua nacional, como si los niños que la hablan lo fueran menos. Y sin embargo, la propuesta se aprobó. A veces, incluso las ideas más cercadas encuentran resquicios para florecer.
Este martes, la votación en el Consejo de Asuntos Generales puede marcar un nuevo capítulo en esta vieja novela de lealtades cruzadas y palabras silenciadas. La lengua, al fin y al cabo, no es solo un medio de comunicación, sino un modo de existir. Y cuando se convierte en objeto de disputa política, es como si se discutiera no solo qué se dice, sino quién tiene derecho a decirlo. Europa decidirá si escucha las voces diversas de España o si, como tantas veces, se deja arrullar por los monolingües del poder.