Fernando Alonso no corre contra el tiempo: lo desafía. A sus 42 años, sigue reescribiendo el guion de la Fórmula 1 con talento, ironía y obstinación. Y ahora, hasta Verstappen debe mirar por el retrovisor
Hay una edad en la que los deportistas empiezan a hablar más de “sensaciones” que de cronómetros, y otra más infrecuente en la que simplemente callan y vuelven a adelantar en curva. Fernando Alonso, a sus 42 años, ha optado por lo segundo. Mientras su Aston Martin se deshilacha frente a los bólidos de última generación, él sigue desafiando la lógica de la decadencia. No compite con el mismo coche, pero sí con el mismo fuego. Como un samurái con armadura oxidada, aún tiene filo suficiente para cortar el aire y el orgullo de quienes lo subestiman.
En ese escenario aparece Verstappen, dueño indiscutible del presente y, según Alonso, también del futuro. Pero que nadie se equivoque, el respeto del asturiano no es genuflexión. “Nunca puedes descartarlo”, dice, sin temblor en la voz ni en la mirada. Porque el respeto auténtico es el que se ofrece desde la trinchera, no desde el pedestal. Y Alonso, aún rodeado de humo y promesas de 2026, sigue en la trinchera, esperando a Adrian Newey como quien espera una tormenta con los neumáticos blandos ya listos.

El genio que diseña barcos y la estela que deja un ídolo
Adrian Newey no camina por el paddock, flota. Es, según Alonso, “un genio incomparable”, capaz de convertir líneas en alas y fórmulas en velocidad. “Si le das un minuto, te diseña un barco y lo pone a flote”, dice entre risas, aunque la metáfora flota entre la ironía y el deseo. Porque lo que Alonso necesita no es solo un coche competitivo, sino una alquimia, una epifanía técnica. Y Newey, ese druida de la aerodinámica, puede ser su Merlín.
Pero Alonso también es ya un arquitecto de futuro. A través de su proyecto ‘A14 Management’, ha moldeado no sólo a jóvenes pilotos como Gabriel Bortoleto, sino a ingenieros que hoy entienden que la velocidad no solo se pisa, también se piensa. El asturiano, lejos de fosilizarse como leyenda viviente, ha mutado en algo más raro, una leyenda actuante. Como una estrella que, en lugar de apagarse, se fragmenta en meteoritos brillantes.
Velocidad, vértigo y el arte de pilotar con imperfección
Cuando se le pregunta por lo que siente al conducir, Alonso responde sin metáforas prefabricadas, habla de riesgo, precisión y un tipo de concentración que bordea lo místico. Pilotar, dice, es sentir todo al mismo tiempo, el rugido, el fallo, la victoria y la posibilidad de accidente. “Ni el ciclismo ni el buceo me dan eso”, afirma. Como si los deportes de riesgo fueran simples juegos de mesa frente al gran teatro del motor.
Verstappen tendrá su reto más difícil este año, pero Alonso conoce bien esa sensación. Ha sentido el peso del favoritismo y la desilusión del abandono. Ha ganado cuando era improbable y ha perdido siendo favorito. Ahora, en este presente que parece prestado, Alonso sigue haciendo lo que mejor sabe: conducir como si el coche fuera un pincel. Y el circuito, su lienzo imperfecto.