La final de la liga griega de baloncesto vivió un nuevo capítulo de tensión fuera de la cancha. Dimitris Giannakopoulos, propietario del Panathinaikos, fue expulsado en medio de una serie de acusaciones cruzadas con el Olympiacos, que asegura que la fiscalía ordenó su detención
La final de la liga griega de baloncesto prometía tensión deportiva, pero acabó ofreciendo un episodio digno del teatro de Esquilo. Antes del segundo partido, Dimitris Giannakopoulos propietario del Panathinaikos y habitual protagonista de polémicas con el carisma de un emperador bizantino en tiempos de decadencia fue expulsado del estadio en una escena más cercana al vodevil que al deporte. Según Olympiacos, la fiscalía habría emitido una orden de detención contra él, provocando una persecución dentro del pabellón digna de una comedia negra. Las imágenes no mostraron coches patrulla ni esposas volando, pero sí un relato construido para sembrar escándalo y, de paso, distraer al público de lo que importaba menos, el baloncesto.
Panathinaikos, por su parte, se apresuró a encender los aspersores de su propia versión. Aseguraron que su dirigente no fue perseguido sino que se marchó por voluntad propia, indignado por los insultos dirigidos a él y a su hija. El gesto de abandonar el estadio fue presentado casi como una declaración de principios, un acto de integridad paterna en medio del caos. Ironías del deporte moderno, donde antes se hablaba de puntos y rebotes, ahora se debate si un dedo levantado es más escandaloso que una defensa zonal mal ejecutada.

De gestos obscenos a denuncias judiciales: la final se juega en los tribunales
Como si los balones hubieran sido reemplazados por expedientes, la contienda entre Panathinaikos y Olympiacos se trasladó de la cancha a los juzgados. Los hermanos Aggelopoulos, dueños del Olympiacos, declararon con furia y solemnidad que Giannakopoulos no solo los insultó, sino que les dedicó un gesto obsceno con el dedo medio. Para un país donde la rivalidad entre los dos clubes divide familias y ciudades, ese dedo no fue solo un insulto, fue una provocación bélica, una declaración de guerra al estilo espartano, pero con traje caro y cámara de televisión.
Las acusaciones crecieron como la espuma de un café griego mal batido. Se habló de amenazas personales “extremadamente graves” y de un comportamiento que cruzó todos los límites del decoro. Desde el entorno del Olympiacos llegaron declaraciones tan sutiles como un martillo, “Giannakopoulos es un vómito”, dijeron sin titubear. El lenguaje se volvió intestino, las formas se evaporaron y, como suele ocurrir cuando los egos superan a los equipos. La épica deportiva quedó relegada a un segundo plano, sustituida por una guerra de comunicados y micrófonos.
El eterno teatro de la rivalidad helena
Mientras los abogados afilan sus argumentos y los periodistas miden cada adjetivo, las autoridades griegas permanecen en silencio. No hay confirmación oficial de orden de arresto ni pronunciamiento público de la fiscalía. En ese vacío, cada club interpreta la escena a su antojo, como actores sin director en una tragedia improvisada. Panathinaikos habla de difamación, de una estrategia vil para dañar su imagen justo en el clímax de la temporada. Olympiacos, en cambio, se presenta como víctima de una provocación que desborda incluso sus ya generosas reservas de paciencia.
La rivalidad entre estos dos gigantes no necesita gasolina, es un incendio permanente, una fogata heredada de padres a hijos como una reliquia de guerra. Cada final de liga es un campo minado emocional, un duelo donde la pelota es lo de menos y el honor. Una palabra oxidada que sirve tanto para encender la pasión como para justificar el caos. En Grecia, donde los dioses observaban los juegos desde el Olimpo, quizás ahora miren con estupor cómo sus herederos modernos confunden la épica con el espectáculo de baja estofa.